Los Hermanos venían trabajando desde 1995 en lo que era el Zaire. Vivían con 20.000 refugiados del genocidio de Ruanda (1994), dando clases a diario a los niños, procurando alimento, ayudando en un molino, construyendo casas, escuelas, hospitales... hacían todo lo que pueda imaginarse por el progreso y bienestar de la comunidad en la que estaban inmersos, al más puro estilo de Marcelino.

En octubre de 1996 la situación comenzó a complicarse con los ataques de las tropas Hutu ruandesas, grupos de rebeldes que se hicieron con el control de aquel territorio y destruían todo a su paso. Los campos de refugiados de la zona quedaron arrasados. Los desplazados Tutsi, nuevamente atacados y violentados, no tenían nada para comer, ni medicamentos, y los hermanos, ante el caos, la desesperación y habiendo ya renunciado a irse, rogaban por socorro, medicinas y una intervención internacional inmediata. Apelaban a los gobiernos del mundo y al sentimiento humanitario de una sociedad que más pronto que tarde aparta sus ojos de los conflictos armados y olvida la atrocidad que significan.

Ocho días antes de la muerte de los Hermanos el Superior de la Congregación les pidió que abandonaran el país. Ellos le respondieron que el buen pastor no abandona a sus ovejas cuando éstas más lo necesitan. Su idea era que la misión acogiera a más y más desplazados por guerras. Pero fueron secuestrados por rebeldes ruandeses, acusados de espías y salvajemente asesinados. La mayoría de refugiados consiguieron huir pero nuestros Hermanos maristas decidieron quedarse en el campamento de su misión y afrontar el martirio.

Sus cuerpos fueron enterrados en el campo de refugiados de Bugobe, el lugar donde desempeñaron su compromiso y que no quisieron abandonar. Por eso los recordamos, a Servando, Miguel Angel, Julio y Fernando, con su corazón sin fronteras y su amor hasta el final.